La última página (cuento corto)
Jesús Noel Hermoso (*)
"Respiraba torpemente,
con arritmia. Lo había buscado en los rostros que se iba tropezando. Andaba
otro tramo y se detenía a mirar el suelo esculcando la calle, tratando de
contener el desespero, pero ya no era a él lo que buscaba. Se devolvió cuadra a
cuadra y no lograba recordar dónde exactamente había tintineado la llave. No
quería dar más vueltas, quería largarse, llegar, abrir la puerta y entrar a
salvarse en el rincón pulcro, blanco y amontonado que había armado durante
meses como habitación; que había compartido ocasionalmente con él.
"Caminó por la tarde
desde Capitolio hasta Bellas Artes, pensando: 'Qué cobarde fue. No intentó
siquiera acercarse y mirarme a los ojos'. Seguía sola y no descansaría hasta
encontrar la maldita llave. Pensó que no sabía cuál había sido el momento pero…
le creyó de veras la excusa: 'No hay espacio para dos. Eres tú, o lo que yo
quiero. Ya no hay muchas vertientes que digamos, no puedo decidir sobre esas
cosas, tienes que entenderme'. Cobarde, decirme eso. La seguía buscando, pero
¿abrir el cuarto y encontrarlo? Mejor buscar la llave todo el día, toda la
tarde, toda la noche, tener una excusa para andar y no regresar. Buscar la
llave era tratar de llegar al cuarto, pero mejor buscarla que tenerla y abrir y
hundirse en el nicho de la habitación. Así que andaba hacia adelante, hacia
atrás, volteaba y miraba cada borde preocupada por los obstáculos y las
asquerosidades regadas entre pies desesperados por llegar a sus casas. Pero no
había llave y se devolvía de nuevo al punto de partida, cinco cuadras hacia
arriba."
Primera Parte
Algo así pretendí escribir al comienzo sabiendo mucho más de lo que me
imaginaba. Pero luego de unas cuantas reflexiones rituales me decidí mejor por
abordar la escena desde su cuarto, lambisqueando alguna galleta, o mejor, sus
propios dedos viendo televisión, mientras él, en otra parte, se entregaba por
completo a otra cosa (que siempre se considera más importante), por su lado.
Ella metida de cabeza en su cama, con la almohada regada y absurda, frente a la
pantalla medio sintonizada; onomatopeyizar con un shhhhhss, el sonido del
televisor. Esas cosas de la nueva tendencia. Lo estuve pensando durante casi
cuatro días y no entraba a escribir nada todavía. Cuando me quedaba así, un tiempo, siempre producía más
que en otras oportunidades, pero si me obsesionaba demasiado con la idea, se
iba complicando un poco el asunto. Empezaba a imaginarme su pelo, su fragancia.
Sin escuchar ni ver a Luís hablando; me golpeaba la espalda: epa Eugenio. Pero
me abstraía tanto de la realidad que hasta esperaba verla salir de pronto y
acercárseme. Me concentraba terriblemente en la narración, las formas
literarias, los recursos discursivos y las técnicas que habría de combinar para
lograr un acabado, una pintura, que lograra crear las sensaciones y la
expresividad necesarias para convencer, para convencerme, de haber escrito algo
genial y posible, digo, dentro de una verdad literaria. Repensé la escena cien,
mil veces, y ella estaba siempre en su cuarto, resentida y ojerosa, saliendo
poco a poco de su yo amortajado.
Cuando comenzó a pensar realmente en
lo que él le había ofrecido, a hacer un balance de su vida en pareja -si es que
a eso se le puede llamar pareja-, reveló que nunca se había establecido ningún
compromiso real, que estar con él era una casualidad feliz que duraría el
tiempo posible, no mayor o menor, sólo posible, y que sin embargo, había un
comportamiento que aseguraba, perceptualmente, un más allá deseado sólo por ella;
que definitivamente había atendido a sus deseos y a sus aspiraciones más que a
la realidad. Había construido una cosmovisión particular de un hombre que vivía
su propia particularidad. Cada uno se había forjado un entendimiento, una forma
de aceptarse, una mirada para el deseo, un gesto para la comprensión o un
rostro para las diferencias y los desacuerdos. Por eso ella ya comenzaba a
comprenderlo; claro. A caminar y ver por la ventana como tratando de imponerse
una hora definitiva para salir, para contestar el teléfono, para arriesgarse a
encontrarlo, aunque eso era difícil. Él, trabajando, no salía sino al bar, de
noche tarde. Por eso se peinaba las cejas gruesas y negras y andaba entre la
cocina y el cuarto, abriendo la nevera, cerrando el baño, mirando de nuevo por
la ventana y saliendo, poco a poco, con la mirada.
En la tarde me levanté de la mesa en que conversabamos sobre alguna de las
cagadas yanquis de los últimos días: recordé que había leido en algún baño un
letrero que balbuceaba: “La paz es sólo par países civilizados”, vaya
civilización, y el estúpido que escribió eso porque los gringos son, se supone,
uno de los más civilizados del planeta y hasta donde sé son también los que han
bombardeado inteligentemente a más países en el globo; y que en su país se
pacifican a tiros en los colegios… Esos temas propios de escritores e
intelectuales. Luís siempre me causa indigestión por eso no le discutí más y me
fui caminando hasta la casa, qué clase de periodista pero mi amigo al fin. Y yo
no había empezado a escribir nada aún. Ya habían pasado cinco días y sólo tenía
su fragancia: vainilla, pino o algo así, leve y particular, mezclado con olor
de cama matutina, de confianza y saliva, un olor particular y conocido. Alguna
forma tendrá que tener su rostro así que me lo imaginé blanco: pulido y
sombreado, ojos profundos de azabaches, moribundos un poco por la tristeza y
alegres, eso lo tengo seguro, por la naturaleza de su cara curva y frecuente,
casi nueva; nueva mejor, pero frecuente.
Entré a la casa y a pesar de llevar una semana con el tema no podría
meterme todavía a escribir porque temía encontrarme con el miedo de la trama;
que me complicara y no pudiera salir de la máquina y el papel; o que en algún
momento apareciera; y pensar en disculparme de tantas cosa que no hice.
En la tercera pagina ella salió libre de su casa y cumplió la cita
telefónica de Carlota, necesitaba hablar con alguien, como Carlota, culminar la
semana y probar salir sin buscar nada más que algo de serenidad y sensatez, no
para olvidar nada o para recordar menos, simplemente para salir y encontrar
otras formas de mirar la realidad desde los mismos ojos. Él definitivamente le
había impregnado en gran medida su forma de ver las cosas, sus opiniones
siempre simpáticas y autoritarias, comprensibles y políticas, humanas y
conmovedoras, hasta crudas, muy crudas en asuntos de historia o
internacionales; y un poco exageradas, mentirosas, con respecto al sexo. Así
que ella había logrado identificarse plenamente con esas opiniones sin agregar nada
más allá que su ironía argumentativa, su simpatía y su feminidad. Con Carlota
era distinto, se hablaba con algo más biológico que el cerebro y en esa cita
las dos lograban las rizas y las alegres maldiciones de los hombres mientras
cinco ejecutivos las veían gozar y berrear sobre cualquier cosa que ellos se
imaginaban como sexo.
Estuvo pensando visitarlo cuando pasaran algunas semanas para ver si se
entendían como amigos, pero las salidas que había logrado hacer en los últimos
días le habían opacado la idea. Carlota se lo había impedido.
***
Empezar a escribir para mí es como empezar a envejecer, uno va viendo el
pasado y se va autocriticando lo ridículo de las decisiones, las cobardías,
cualquier cosa, los textos. Cuando empiezo a escribir me detiene o el fin del
texto, o las ganas de destruirlo. Pero últimamente me ha costado llegar a un
fin deseado en mis creaciones escriturarias. Luis me ha advertido de ello en
varias oportunidades diciéndome que quedarme tan aferrado a una sola idea
recurrente, a un solo pensamiento, creer que cuando empiece a escribir no me
detendré, me va a causar la muerte, pero Luís no es sólo hiperbólico sino
cansón. Sus opiniones siempre son entre exageradas y éticas, morales y
civilizadas y definitivamente imaginármela a ella es más productivo que
discutir y mucho más, digo, que soportar a Luís, así que me convenzo de la
soledad. En cambio Raquel a veces me ayuda, e incluso con las tramas, las
correcciones y, sobre todo, con la casa cada tres o cuatro semanas.
Raquel llegó tarde para ayudarme a sacar el reguero de la sala y meterlo en
el cuarto al que todavía no entraba para ponerme a escribir. Me recomendó unas
cervezas y me habló de ella; que por ejemplo, se había encontrado con nuevos
amigos; que se había peinado distinto, aunque era improbable porque tenía el
pelo triste y caído, medio disfrazado de alegre con la cola. Después de un
rato; de conversar y mover de la sala al cuarto los armatostes, papeles y
libros regados, me despidió sin importancia y se fue invitándome a meterme a
escribir, así que le hice caso absoluto y disciplinado, casi ciego y
tembloroso.
A había inventado su cuerpo y la trama se me construiría sin parar. Encendí
la maquina y empecé a hundir las teclas seguido y con algo de desesperación.
Ella había logrado salir en la cuarta página de la depresión y se había
conseguido trabajando en el teatro, donde había aprendido a contener, más que a
actuar, las emociones de dolor; la risa nunca se la pudo controlar y la
felicidad se perpetuaba como una actuación permanente en su rostro. Salió del
teatro comentando el guión de Carlota, preguntándose cuál bar para pasar la
tarde de su cuarta semana de soledad, e imitando la textura de la voz para la
escena en la que el personaje logra descubrir que el niño es un invento de su
mente, que está perdiendo la cordura y que conocer su proceso la vuelve loca
por completo.
Continuaron discutiendo en las calles del bulevar sobre el rostro y la
gestualidad precisas para la otra escena
en la que el papel principal, desquiciada totalmente, se encierra en un cuarto
durante cinco semanas hasta que muere reseca, exprimida y descompuesta de
hambre, la sed y el dolor que le causaba la locura. Continuaron caminando y
Sofía -así se llama- se detuvo en la puerta de acceso al bar, Carlota entró y
escogió la mesa del fondo cerca de la barra
donde sirven la comida, llamó al mesonero por el nombre y le pidió,
luego del saludo que Sofía también concedió, un servicio de tequeños y cervezas
que es para lo que alcanzaba.
***
Ya no me podía despegar del escritorio. La lámpara se inclinaba un poco
hacia el borde del cuarto y me permitía la incandescencia necesaria para ver
pasar las hojas salpicadas por letras inconformes y testarudas. Sofía tendría
que llegar y a la décima hoja y apenas se embriagara en la sexta con la amiga.
Ella, la amiga, debía salir de la escena porque me desviaba a Sofía y la
historia con sus consejos feministas y actorales, distraía el tema central de
la obra. Más palabras se amontonaban en el teclado y el mesero traía la cuenta
que pagaría Carlota para congraciarse con Sofía; pagando y peinándose el largo
cabello que se le enredaba con los zarcillos inmensos, plateados, colgados de
las orejas sucias y largas, con los anillos artesanos que desbordaban ese color
verdoso de sudor oxidado en el cobre, con sus dedos largos y amarillos de
tabaco, la boca carlotesca, mojándole las orejas de tanto grande y de tanta
risa. Carlota tenía que salir definitivamente. Ya me resultaba repulsiva así
que, cuando salieron del bar (tres de la mañana con cachos por luna y sin más
estrellas que el brillo de los ojos de Sofía), Carlota se despidió y le comentó
que saldría de viaje para ver a su abuelo; que volvería en una semana y que era
un asunto que acababa de decidir de la nostalgia que de pronto se le había
amontonado de tantos años de soledad, -con la falda larga y arrastrada, por
debajo del ombligo, Carlota, Carlota, salía por fin y yo no había encontrado
una mejor excusa. Ella tenía que salir-.
Tres días después de haberme encerrado en la habitación con la máquina y el
papel; con la cordura y las palabras… con Sofía, la inanición empezaba a
molestarme en el estómago pero no había posibilidad de resolver ese asunto.
Terminar o no era de primer orden y un sorbo de distracción me alejaría por
completo de su recuerdo; de sus risas perdidas en el cuarto; de sus olores
amplificados por la ausencia, de verla caminar y entregarse a un libro y a un
café en la séptima pagina mientras balanceaba los pies descalzos en la sábana
arrugada de su cama. Luego de un rato se levantó para contestarle al silencio
con alguna música favorita reproducida por la radio, miró por la ventana y
respiró más tranquilidad que en días pasados. Carlota hacía tres días que se
había ido y los ensayos sin ella resultaban mejores. Salía siempre temprano del
teatro y llegaba a su cuarto sin perder la ruta; sin pensar en él mas que para
proponerse la visita pensada y amistosa que debía hacer dentro de poco. Andaba
del cuarto al baño, cerraba la puerta y abría la nevera, comía poco y hablaba
por teléfono de cualquier cosa con cualquier alguien sin atender; viendo
televisión y shhhsss, siempre mal sintonizada. Se detuvo sobre las rodillas en
el colchón, apagó el televisor y colgó por fin el teléfono. Al recostarse en la
cama sintió un vacío alargado que conmovía su plexo con nervios y temblores. La
soledad es un alivio para el pánico de no poder convivir con alguien y eso ella
lo conoce muy bien, él se lo había comentado en alguna oportunidad y ella se
había enamorado más, demasiado de esa interpretación tan libresca y cursi,
aunque, para mí, con un grado profundo de verdad. El silencio de las dos de la
mañana y tres días de insomnio era sepulcral pero me permitía -y le permitía a
ella en su cuarto- las reflexiones prudentes de la narración, esas
disquisiciones ridículas sin las cuales un escritor no puede escribir bien, y
esas mismas que para ella resultan consuelo y reivindicación del absurdo y del
ridículo cotidiano y rutinario de la inacción social. El maldito asesino del
sujeto nos puso frente a nuestra propia muerte, nos restregó la cobardía de
nuestra incapacidad y sólo las reflexiones melifluas e intrascendentes nos
justifican la coprofagía individual de dos de la mañana y tres días sin sueño.
Ella se mueve de lado a lado, rueda pasiva en la cama tratando de despegarse de
la espalda el peso que le ha dejado el recuerdo, el trabajo, los estudios, la
paciencia; tantas yuntas para el cuello que de pronto se le agolpan desde lo
más hondo de su espíritu. Se revuelca cada vez más lento hasta que empieza a
divagar perdiéndose sin perderse… hasta que se pierde.
Segunda Parte
No he podido dormir en más de
cuatro días, y mucho menos comer. Perdí la cuenta exacta del tiempo y escribo
aquí encerrado sobre la mujer más maravillosa que he conocido. Sofía crece en
el teclado antes que la propia creación. La mano me tiembla increíblemente.
Como si las palabras fluyeran desde mis brazos sin cesantía ni descanso y se
atropellaran en los dedos antes de salir y lograr escr1298ims.ks%/./
(disculpa)… Ella debe estar en el teatro a esta hora. Falta poco tiempo para el
estreno aunque eso no me interesa realmente, sé que ya ha comenzado a olvidarlo
a él y eso sí me llena de una incontrolable alegría. Me desespero por verla
sola al fin, libre de buscar la llave y de Carlota y de él y de todo; de mis
páginas.
En la pagina nueva ya ha logrado desprenderse de ese vicio de soledad y
sale temprano del teatro. Yo la espero
definitivamente y el escritorio está desarmándose de temblores, no he comido ni
bebido no dormido y no me importa mucho, ella tiene que llegar a la diez.
Camino por el cuarto después de haberme levantado del escritorio. No soporto
más la tortura de una máquina que no me permite transcribir correctamente mis
pensamientos; sus recuerdos; sus aromas; su cuerpo. Camino de lado alado, estoy
de cierta forma preso, de lado a lado. El cuarto se ha vuelto denso y mi
aliento se ha acumulado por todos los rincones. Hay un humor espeso en el aire
y el piso lo comienzo a ver movido, sucio. La máquina no me sirve ya… Sofía,
Sofía. Debe estar casi al final de la página nueve, llegando al borde de la
hoja, llegando a su cuarto blanco y pulcro, manchado apenas por el recuerdo que
de él guardan las paredes; debe estar entrando y pensando en mí, en su cuarto,
debe estar acurrucándose en la cama, destendiendo la sábana y moviéndose con la
mano extendida tratando de prender el televisor con el control. No, mejor sin
control, pero sí con el brazo extendido. Debe estar moviéndose y pensando en
mí; la sábana debe estar húmeda y nocturna, y sus piernas perfectas deben rozar
con la tela ligeramente, dulcemente, somníferamente: pensando en mí, tiene que
ser; sus piernas desnudas y ella Sofía, Sofía, también desnuda y sin frío,
moviéndose más lento y seguido, acariciando su cama con el cuerpo como si su
cama fuese mi cuerpo; y se voltea boca abajo y me acaricia con los senos
pequeños y duros, y su piel me mueve el tórax y la espalda y me crispa los
dedos; su piel muda y moviéndose. Su
piel tierna y nueva, reciente, húmeda y nocturna, como su sábana; cierra los
ojos más duro y se mueve sobre mí pero no he dormido. ¿Qué es todo sin Sofía?
La nada repetida mil veces, la nada, y me tiendo, me hundo.
* * *
Estoy totalmente aturdido. Luís no me interesa, no me interesa Raquel.
Mierda, el cuarto es cada vez más pequeño y Sofía empieza ya la décima página,
despertándose sin sol todavía. La máquina no sirve, no me sirven ya los dedos;
las manos. Ya no camino de lado a lado y me he tendido en el suelo debajo del
escritorio, aunque todo aquí es más claro, más cercano, la mesa inmensa y la
máquina por fin desaparece de mi vista. La lámpara se ha quemado y la luz que
queda regada por ahí llega hasta el borde inferior de la puerta. Pero he
trancado la puerta porque no me permitiré escapar sin Sofía.
Ella se ha levantado más ella. Es más joven de lo que imaginé, y su cuerpo
es perfección pulida por manos ancestrales. No ha salido de una costilla y sin
embargo encaja perfectamente en mi pecho. Me ha conmovido su paso lento y
ligero; hasta el baño. Deberá bañarse ahora y yo querré ser quien la cuide del
frío del agua. Deberá pensar en mí mientras se baña, mientras se acaricia con
jabón y espuma y lo espeso del ambiente no me deja respirar bien. Me quedo
lentamente sin aire, sin aliento. El escritorio se ve más grande aquí, y Sofía,
aún más inmensa, con espuma y agua, con frío, con miel, con hambre, sed, dolor,
sin aire, sin mí, sin Sofía…
…Después
de todo
Salió más despeinada que de
costumbre, sin cola alegre y ausente de rostro, como resuelta a ser común y
perfecta con dirección exacta a la casa, al cuarto.
* * *
Ya en la calle compulsiva y amanecida, me convencí de visitarlo sin más
excusas que mi misma; que mi soledad y mi torpeza. Así que caminé por las
calles cotidianas hasta las cinco cuadras y con la llave en el bolsillo. El tráfico
congestionó mi tiempo hasta no dar más; la gente caminando, andando, corriendo,
empujando. Caminé tropezada y simple. Caminé sin ritmo ni memoria y Eugenio
-así se llama-. Era un presente perpetuo, congelado. El tiempo se había
paralizado. Su rostro había quedado suspendido en mis ojos y la calle estaba
cada vez más ciega, más muda.
Cuando reaccioné al tintineo supe que había perdido la llave así que me
devolví urgente a buscarla. Anduve varias cuadras repetidas arriba y abajo,
sucias y cada vez más llenas de gente y humo hasta que me cansé de no pensar;
sólo ver su rostro inmóvil y secreto repetido. La llave estaba tendida en la
acera y el descanso de encontrarla era el mismo desespero de tenerla. Abrí el
rostro y me preocupé por agacharme para recogerla pero quería quedarme
suspendida, eterna, con su rostro permanente. Y llegar era algo más que eso;
llegar era andar, era comenzar. No tener la llave me daba la excusa perfecta.
Pero, de todas formas, por nada y por todo, caminé de nuevo, hasta su casa,
hasta su cuarto; aturdida e inconforme, con arritmia y desespero.
Cuando llegué subí temblando las escaleras hasta la puerta. Respiré varias
veces para recuperar el aliento, para recuperar la cordura. Era tarde ya. Abrí
con ruido y entré preguntando, con la voz más pequeña que encontré, si había
alguien. Y entré más por el pasillo infinito y vacío, con paredes manchadas de
noche. Entré hasta la segunda puerta; hasta la última, e intenté dar vueltas al
picaporte. Y di vueltas cada vez con más fuerzas. Y comencé a temblar y a sudar
y a ver todo más pequeño, más infierno. Y empujé con fuerzas, y con desespero
entré al cuarto repleto de humor y peste; exento de luz y color. Y caminé sin
pasos hasta el centro invisible y esperé; esperé adaptarme a la luz. Ví el
cuarto, las paredes, el suelo. Y lo vi tendido, bajo el escritorio repleto de
papeles y polvo sucio y silencio. Y miré el cuerpo inmóvil, los papeles, los
libros, la máquina encendida, a la espera, gritando con la hoja atragantada y
amarilla. Me aproximé a la máquina con los ojos totalmente plenos y vi escrito
mi nombre seguido de tres puntos: Sofía…
¿Qué? Estaba absorta con la máquina, con el papel, con mi nombre, con el
cuarto. Dejé pronto de pensar en algo y sentí un frío limpio en el cerebro, un
frío eléctrico y azul. Era tarde ya. Empujé con los pies el cuerpo necio y
atravesado, lo empujé hasta un rincón y no me contuve en la miseria. Descansé del esfuerzo contra la pered, me
llené los pulmones y me enfilé hacia el escritorio. Arranqué la página ( Fin.
/ diez ) de cuajo y tomé una hoja regada y
moribunda que estaba tendida en el escritorio. La introduje totalmente absurda,
sonriendo, temblando. Y cuadré perfectamente el papel hasta que quedó en estado
de ser impreso. Apenas una sonrisa me brotó ligera y perdida, sin pensar.
Allané su silla, respiré, hundí algunas teclas para comprobar la perfección y
me detuve invariable, con los dedos extendidos a lo máximo. Respiré y comencé a
escribir un texto que se lee: "Algo así pretendí escribir al comienzo
sabiendo mucho más de lo que me imaginaba. Pero luego de unas cuantas
reflexiones rituales me decidí mejor por abordar la escena desde una
calle".
(*) Primer Lugar
Concurso de Cuentos UCV-2001
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