Derrotación
Nos escoñetaron. La vaina no es que nos hayan jodido, sino la forma. Nadie nunca admite una derrota. ¿Para qué? “Esta era solo una batalla” o, “perdimos porque el pendejo no llegó”. Siempre tenemos excusas. En la distancia se veía tan cerca la vaina. Estaba ahí, no más, a unos pasos, pero cruzar el río no es una pelusa.
Yo pensaba fumarme el último cigarro antes del exilio, pero el agua se traga a la gente como un remolino de mierda, que te chupa de coñazo… uno se ahoga en segundos y luego el cuerpo flota, azul, inflado y expatriado, como si no supiera que, si flota sereno, si se deja llevar mansamente, llegará al mar. Pero teníamos que cruzar.
La
última tarde que nos vimos murmuraba nubes y palomas en el silencio previo de
una guerra campal. El sonido de la sangre estaba en las calles y se veía nítida
la disposición a la carnicería. Íbamos preparados a la muerte, como si para esa
vaina uno se acomodara. Los de la otra cuadra, preparados también, pero sin la
más mínima disposición a morir. ¿Quién pierde guerras desiguales? Los pendejos,
solo los pendejos.
Después,
pasó todo como un rayo. Nadie pensaba que había que cruzar el Guaire para
salvarse. Cruzar la mierda que todos hemos cagado, para salvarse el inmaculado
pellejo que somos. Pero así de rápida fue esa derrota.
Cuando
por fin llegamos a Bello Monte con ese olor a mierda y lacrimógena, ninguno de
nosotros pensaba que cruzar ríos y llenarnos de excremento caraqueño, sería la
manifestación recurrente de la derrota de una patria entera. Pero ahí, en la
entrada de Las Mercedes, queríamos insistir en una “segunda batalla”. Nos
habían vuelto reverga, pero insistíamos en que “esta vez sí. Si vamos en grupos
grandes, no van a poder jodernos”. Qué va. Nos jodieron igualito.
Pero
este río es distinto. Del otro lado no está la victoria que soñábamos. Íbamos
directo a una derrota más arrecha que ninguna y dejarte ir, así tan sin “no te
vayas”, era la desesperanza más honda que había podido sentir. Teníamos que
cruzar y dejar todo atrás y tener la excusa de que “luego volvemos a sacarte de
esta mierda”. No. No íbamos a volver porque cruzar ese río era no volver a
mirar atrás. Uno puede irse con “la esperanza” o irse a la mismísima mierda y
no, ahí no hay esperanza. Los ojos solo miden la distancia entre morir de
hambre o vivir sin esperanza. No es vida. Pero muertos, ya muertos, se puede
vivir el resto del tiempo recordando que “nada pudo ser peor”.
* * *
Cuando
me metieron el tiro, no sentí nada. Ni siquiera ese coñacito que dicen sentir
los heridos segundos antes de caer desgarrados de dolor. No sentí el plomo. Tú
estabas asfixiada también, pero me levantaste como a una pluma. Lo que hace el
miedo es tan heroico siempre. Uno cagado es cuando más vainas de héroes hace.
Nadie hace hazañas como si nada. Tiene que correr la adrenalina de la cagazón
para llevarte a hacer cosas imposibles. Fue igual cuando estábamos cruzando el
río. Sabíamos que al otro lado ya estábamos seguros y, aunque teníamos que
pagar vacuna para pasar, íbamos a joder a esos coños de su madre y su “victoria
de mierda”, porque los íbamos a dejar solos. Ese era el plan.
En la
otra orilla fue que pude respirar. No fui “el ahogado más hermoso del mundo”
gracias ese paisano que nos ayudó. ¿Recuerdas? Soltó la maleta y me agarró por
la chaqueta. En el bolsillo de la chaqueta de bluyín estaba mi caja de Belmont.
En la rivera saqué ese último cigarro para compartirlo contigo, así no fumaras.
Así no estuvieras. Era hora de respirar ese aire puro. Inhalar aquel tabaco,
hondo, que emula un orgasmo... media hora estuve intentando secar el puto
cigarro. Pero qué va. Solo a mí se me ocurre querer fumarme una derrota tan
bastarda. El tabaco mojado no enciende.
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